Ninguna era capaz de contestar. Las manecillas del reloj resonaban ensordecedoras en mi cabeza, palpitaban en mis oídos como un corazón desatendido. Después de habernos volcado todas unidas, caímos por separado. Luego ella pronunció las palabras mágicas <<no puedo seguir así>>, y aunque yo tampoco podía hacerlo, había decidido no desfallecer. Aún quedaba algo de mí latiendo para ella… Por desgracia, ya no quedaba nada para mí.
Cuando todas cayeron me lo pregunté: ¿por qué?
A menudo medité, en silencio. El suficiente para no crisparte ni agobiarte, para respetar la soledad. En varias ocasiones tuve que ser adivina, intérprete y traductora de tus pupilas oxidadas por el tiempo. En otros muchos momentos tuve que ser consejera, amante y familia. Tantos papeles interpretaba que en ellos me iba perdiendo. Primero cayó la adivina, nunca se le dio bien atisbar la verdad en unas pupilas empañadas de mentiras, mucho menos en aquellas cuya verdad se ocultaba tras el velo de la negación. Más tarde cayeron la intérprete y la traductora, tus manos se movían siguiendo el discurso pero tus ojos desmentían todas las mentiras hermosas que me regalabas. Cuando cayeron las tres primeras alertaron a la consejera, dejé de lado a mi yo, al real, al verdadero, al aventurero que quiere recorrer la galaxia y los continentes del planeta azul, eternamente enamorado, pero, tanta crispación, tantos reproches y tantas incertidumbres por tu parte acabaron con el buen recuerdo que quería conservar de ese momento, arraigándose dentro de mí todos ellos. La que interpretaba a la familia permaneció con la mayor de las lealtades hasta que no soportó más la carga que llevaba, no la entendía y, cuando la entendió, no la merecía. La última en caer, sin duda, fue la amante. La amante se desvistió incontables noches y la atrajo entre sonrisas de verdadero sentimiento hasta sus brazos, a la desnudez de sus pechos blancos como las nubes de un día de sol, allí la acurrucó, la reconfortó y le confesó que su cuerpo, bajo aquel amor, podría ser el puerto, el ancla y hasta el mismísimo barco según le hiciera falta, en resumen, el lugar seguro que no quisiera abandonar pero del que pudiera entrar y salir con libertad. Sin embargo, esta tampoco resistió y se hundió.
Éramos como flores de Jacarandas cayendo al abismo que representaba el asfalto, constantemente rodeadas de las primeras suicidas al abrigo de las miradas de maduros y enamorados que paseaban por el parque donde mecían sus ramas.
Éramos los amantes trémulos y temerosos, por un lado se encontraba la inmadurez y, por el otro, la inexperiencia. Además, nuevos amantes se introdujeron, el miedo, la incertidumbre, la dependencia y la ansiedad. Aquella orgía emocional no podría salir bien.
La verdad es que nunca vimos una respuesta tan cercana. Siempre nos interrogábamos sin hallar respuesta clara.
A menudo nos preguntábamos cuánto iba a durar.
(“- ¿Qué te ocurre? - Nada. - ¿Qué? - Nada. - Vale. - ¿Qué? - Nada.”)
Nely Macorix