jueves, 1 de mayo de 2014

"El Trovador Enamorado"


 El Trovador Enamorado


            Le confesé mil veces mi amor, le decía que la adoraba, que era hermosa no solo por fuera sino por dentro. No quise ser quien más amaba en esta relación… y pequé de lo contrario. Cuando ella salía de la Iglesia en compañía de su familia, yo la acechaba. Parecía el gato que acechaba a los pájaros que estaban posados en el cable desde el tejado y que, sólo por coger al pájaro, arriesgaría su vida saltando al poste eléctrico para caer fulminado por la descarga y adornar el suelo como un felpudo. Era capaz de hacerlo, capaz de hacer lo que fuera necesario por tener la dicha de compartir el mismo aire que respiraba.

           Tal era mi devoción que no podía dejar de pensar en ella… si pintaba, la pintaba a ella, balanceándose gentilmente sobre sus pies, caminando, según decía algunos, incitándome a la locura, según decía yo. Si escribía, ella era mi musa y en mi inexistente poesía se hacía inmortal. Si respiraba, respiraba por ella y no para seguir con vida pues la vida era ella y sólo ella y su indiferencia podía matarme y me mataba.

       Le rogué, mil veces, que me aceptase como esposo, que permitiese que la desposase y ella me llamaba loco y alertaba a los guardias cuando para dedicarle estas súplicas la descubría en paños menores por la ventana. Si la viérais, el pelo rojo como el fuego y ondulado, la piel blanca como la porcelana e incluso más frágil, los labios voluptuosos, sensuales y escarlatas como la sangre y esos ojos verdes, brillantes como esmeraldas, ¡esos ojos! Tan cautivadores…




       Me poseían y yo quería poseerlos. Me miraba con esos enormes ojos, ¡ni la magia de mil brujos podría hacer sombra al embrujo que esta doncella ejercía sobre mí!

      Pasaron días lloviendo por las calles de Saint Paul; era mi corazón afligido por su rechazo. Mi amada me ignoraba, celebraba mis alabanzas a lo lejos pero, cuando osaba acercarme, me huía y no conforme con eso, sonreía en los brazos de otro hombre, pero esos ojos… Esos ojos me hablaban, me susurraban con el brillo de las piedras preciosas que los admirase de cerca, muy de cerca.

        Un día me armé de valor, eran las fiestas de la corte y yo, como buen trovador, la cortejé acompañada de su marido. Ella me permitió tocar su mano cuando subía las escaleras, ayudándose de mi caballerosidad.

          Podría haber muerto, en ese momento deseaba ser el felpudo sobre el que la elegancia de sus pasos caminase. Su consorte me empujó y la besó delante de mí y ella relamió sus labios con deseo, con el pintalabios visiblemente difuminado a causa de la saliva. Yo enloquecía, algo dentro de mí me dijo que lo hiciera, que consumiera su alma entre mis manos y torturase al bárbaro que podía poseer su cuerpo.

            Me oculté tras las escaleras y, en la oscuridad me adentré en la Iglesia, quería confesar todos los pecados que mi mente me dictaba. Me arrodillé en el confesionario y expié todos mis pecados: deseé irme con mis palabras a otro mundo, alejarme de ella y sus ojos, pero… sus ojos.
           

Empezaba a creer en la existencia de algo dañino en su mirada, pero… ¿Y qué más me daba a mí morir fulminado por el brillo de esas esmeraldas o por el veneno de su mano? ¿Qué importaba si quería que el veneno de su saliva torturase a mi alma e hiciese agonizar a mi cuerpo hasta la muerte?

            Su marido se iba en el carromato y yo, ¡tonto de mí! Volví a la ventana de mi amada hechicera para cantar mi lamento por no tenerla y para alabar su gracia mágica.

         Ella se asomó a la ventana, aún vestida y me miró. Esa noche su mirada ocultaba un brillo extraño… Aún con aquel escalofrío recorriendo mi nuca escalé su mansión hasta alcanzar el balcón. La ventana estaba abierta y ella volvía a quedarse en paños menores.

        - ¿Me deseáis, trovador? - ¡Me hablaba a mí! Sólo pude asentir cuando entré en la habitación y ella elevó las manos cerrando la ventana tras de mí.

         Entonces entendí que realmente sí que estaba embrujado, que sus ojos tenían tal poder sobre mí que ella estaba sacando el cuchillo del barbero mientras yo me arrodillaba ante sus pies para besarlos. Ella se agachó y me dio un casto beso en los labios y cuanto más me besaba más hermosa se veía, más blanca la piel, menos visibles las pecas, más rojos los labios, más verdes los ojos. Su mano se alzaba discretamente con la navaja del barbero, apuesto hombre que aparecía degollado en su cama, junto al celador y a uno de los hijos del tabernero del pueblo. Estaba más cerca de mí la muerte, en sus manos…

           Mientras me besaba le tiré del pelo, separándome y me miró, utilizando todo su poder, y entonces le di un puñetazo y la sangre llegó hasta manchar sus ojos, ahora verdes como el pantano de la muerte de esa habitación. La golpeé repetidas veces hasta que murió.

            - Maldita bruja. – murmuré mientras le sacaba los ojos con las cucharillas del té para que aún muerta no pudiese utilizar su poder. Besé cada embrujo que estaba en mis manos y lo coloqué en su tocador, llorando. ¿Qué había hecho? Era mi amada, bruja o no… ¿O no? Me lavé las manos con un pañuelo, ignorando lo que ocurría a mí alrededor. La navaja del barbero flotaba a mi derecha mientras su cuerpo sin vida se levantaba, abriendo los ojos vacíos.

           - Soy tu amada, y de la muerte no puedes escapar, querido. – Susurró clavándome sus uñas en los ojos mientras me rebanaba la yugular y sus ojos se volvían hacia mí -aún sobre el tocador- para verme morir mientras la sangre fluía hacia mi pecho, doliéndome más el corazón que la propia muerte.

         Perdía la visión, sólo sentía el líquido viscoso y escarlata resbalar por mi piel, pegándose a ella mientras la mujer que amaba cogía su magia y volvía a rellenar sus cuencas vacías, vistiéndose de nuevo, colocándose las enaguas y otras diversas capas de tela que ocultaban la perfección maldita de su piel. Caí fulminado. Adiós vida, adiós magia, adiós amor.

Nely Macorix ‘14

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