lunes, 27 de julio de 2015

Los habitantes del tiempo

“Benditos los bienaventurados que
En esta isla están
Pues aunque el tiempo en esta no pasa
De viejos morirán.”

            Érase una vez, en las lejanas tierras de Etneirú cayó una maldición. Esta decía así: 

Debido a vuestra arrogancia y avaricia, todos los habitantes de las vastas y asoladas tierras antaño paradisíacas de Etneirú, serán castigados con la mayor de las ilusiones y de las torturas. Por el día nada cambiará, no importará que llueva, que nieve o truene pues sus habitantes perderán un día de vida, no podrán salir de esta tierra pero podrán morir en ella. Por la noche el tiempo pasará, huirá como un duende escondido en la oscuridad; la noche restará un día de vida para todos aquellos que permanezcan en la tierra. Para los visitantes, foráneos y no-nacidos en el reino la isla mostrará una belleza espectral y en cada punto cardinal diferente clima enseñará, en el este lloverá, en el norte nevará, en el oeste viento hará y en el sur todo se quemará.
Sólo aquellos nacidos en las tierras cuya descendencia provenga del sol podrán admirar, desencantados, los estragos de los seres mundanos que se conformaron con una hermosa apariencia y una vida desdichada.”


Desde mi más tierna infancia me mostraron la belleza de la isla, las hojas verdes inamovibles aunque hiciera la más fiera de las brisas. Cada día, cada mes, cada año que pasaba entre aquellas murallas naturales veía lo mismo: personas sin aspiraciones, sin inquietudes vitales o intelectuales, personas… que sencillamente dejaban de serlo para transformarse en los espíritus de los que hablaba la leyenda. Espíritus errantes que vagaban siempre con la misma rutina, siempre diciendo y haciendo lo mismo y mirándote del mismo modo que cuando te vieron atravesar el túnel del tiempo.

Sombras montañosas

Brotan pétalos, color rojo sangre, que resbalan por la piel clara
Noche etérea, plagada de destellos, luz albina y diáfana de la
Estrella consumada en una bóveda celestial de la que no escapa.
La primavera llega entre brisa y flores, entre violetas y azahar;
El invierno muere estrepitosamente enterrado bajo la nieve.
En su pelo de hojas secas, naranjas y rojas como frutos del
Acebo de madera húmeda que prende, verde, en la chimenea
Del bosque entristecido y enyugado bajo el humo inmaduro.
Zafiros lánguidos deslumbran y corren inocentemente
Colgados del espejo más alto que puebla el lienzo tostado
De sus visiones, entre nubes negras cargadas, que tiñen y empapan.
Los brillos bermellón de los rubíes pulidos para ser besados
Por los que escapan palabras niñas que esconden secretos en

Recónditos susurros que ululan entre árboles huecos y ya muertos.

"La puerta azul"

La puerta azul

Escuché una caja de música, azul, intensa, como un conjunto brillante de zafiros, como la bóveda del cielo; la débil sinfonía se debatía entre el silencio en el que apenas era audible y entre el ruido mundanal de la ciudad, de las guaguas que iban tan rápido que parecían a punto de estrellarse y, desconectando de la realidad estúpida, cerré los ojos. Me acosté dejando que la brisa meciera mi pelo, que danzara entorno a mis párpados.
Imágenes de ti empezaron a moverse dentro de mi cabeza: las primeras palabras intercambiadas, la primera cercanía cuando compartimos banco, la primera conversación que duró hasta la noche más cerrada, las primeras miradas de nuestras vergonzosas mejillas y el primer beso. El primer beso en el que ambas sembramos la semilla de esta historia.

Los recuerdos de los días y las noches procuran crear una historia, hablan de ti y de mí, de lo que estamos creando, de este hermoso relato que se está escribiendo y apenas lleva las primeras páginas. Me muero de nervios por saber qué ocurrirá a cada página que escribamos, pero, me muero de emoción y alegría al saber que las escribimos juntas, que los personajes no son omniscientes y no hay nadie que nos haga spoiler mientras vemos las nubes acercarse a la puerta azul.

"Cosas de niños"

Hay una niña, pequeña, pensante, diferente, que parece no preocuparse por cosas de propias de niños de nueve años, una niña que recibe reprimendas “¿por qué no eres como las demás? ¿por qué no te centras en los muñequitos, en el esmalte y aguantas las quejas del resto? ¿por qué no eres mi saco de boxeo?” (claro que esto último no lo dijo pero es lo que ella pensó ante esas reclamaciones de sus mayores). La niña no es triste o imbécil, pero tiene unas dudas que no ha podido aclarar con otros niños, unas dudas, quizá, más propias de adulto-según se mire. La niña pasa la mayor parte del tiempo a solas, sola, meditando, buscando el sentido del mundo, entendiendo que venimos a sufrir-aunque esté en desacuerdo con ella-, piensa en como todos hacen su vida, como sus padres cogen el coche y la dejan en aquella escuela mugrosa, polvorienta y llena de niños que no la entienden y, en consecuencia, la golpean. Sus hermanos no le hacen caso, piensan que la niña sólo llora por llamar la atención, apenas tiene amigos, no tiene fuerzas ni para tener uno imaginario porque, si la oyeran hablando, volverían a empujarla contra la pared y a pegarle patadas durante todo el recreo mientras se retuerce como un gusano moribundo en el suelo.
La niña ha encontrado un rincón secreto en la escuela, tras todos los edificios grises y polvorientos gracias a la deshumanización del mundo, ve un pequeño rincón oscuro, hay otro niño, un niño callado y menudo, poca cosa <<como yo>>, piensa. El niño la evita pero la niña está acostumbrada al rechazo así que <<entiendo lo que sientes>>, piensa, prosigue hacia el interior de la oscuridad, hay unos árboles, <<“falsos sauces o sauces falsos”>>, no recuerda el nombre, pero dan sombra, tienen largas y gruesas ramas en las que ocultarse, así que poco le importa. Decide cargar un único libro que, además, lleva en la mano así que sólo puede subirse al árbol con la que tiene libre, la ayuda de sus pies y un poco de sentido del equilibrio: los matones la buscan, está oyendo su nombre inserte nombre aquí a gritos desde lejos. Palidece, traga saliva y se sube a la rama más gruesa, más alta y más sombría. Cogen a Pedro, el muchacho apocado y silente de hace un rato. Lo ve, pero no puede hacer nada… No debería hacer nada. Suspira sabiendo lo que le espera y corre silenciosa por la rama, bajando, dejando el libro a buen resguardo y, armándose de valor y de imbecilidad, le pega un puñetazo a uno de los matones, éstos, provocados, al encontrarla la llevan contra el árbol, le tiran del pelo y chocan su cabeza contra la corteza, queda ensangrentada, se ríen, llora, se defiende, les muerde, empiezan a vociferarle para que se esté quieta, Pedro no hace nada, se queda sentado esperando que con un poco de suerte le confundan con una roca y lo ignoren, ella empieza a defenderse, endurece su semblante y le muerde el cráneo a uno de los chicos, los otros intentan separarla pero ella está muy bien aferrada al hueso, la sangre brota en forma de puntitos-no era un gran mordisco pero sí una zona muy dolorosa-, el chico corre hacia el árbol y la embiste como un toro a punto de morir para salvarse, choca la espalda y la cabeza de la chica contra el árbol, cae fulminada, inconsciente, la brisa sopla las hojas que quedan sobre ella y la brecha ensangrentada. Pedro lo observa todo, ellos se van, indignados porque cuando el cabecilla se recupere tendrán que darle una gran paliza como para que jamás tenga que volver a defenderse, Pedro la mira un momento y también se va. Ella respira débilmente, acaba el recreo.