“Benditos
los bienaventurados que
En
esta isla están
Pues
aunque el tiempo en esta no pasa
De
viejos morirán.”
Érase una vez, en las lejanas
tierras de Etneirú cayó una maldición. Esta decía así:
“Debido a vuestra arrogancia y avaricia, todos los habitantes de las
vastas y asoladas tierras antaño paradisíacas de Etneirú, serán castigados con
la mayor de las ilusiones y de las torturas. Por el día nada cambiará, no
importará que llueva, que nieve o truene pues sus habitantes perderán un día de
vida, no podrán salir de esta tierra pero podrán morir en ella. Por la noche el
tiempo pasará, huirá como un duende escondido en la oscuridad; la noche restará
un día de vida para todos aquellos que permanezcan en la tierra. Para los
visitantes, foráneos y no-nacidos en el reino la isla mostrará una belleza
espectral y en cada punto cardinal diferente clima enseñará, en el este
lloverá, en el norte nevará, en el oeste viento hará y en el sur todo se
quemará.
Sólo aquellos nacidos en las tierras
cuya descendencia provenga del sol podrán
admirar, desencantados, los estragos de los seres mundanos que se conformaron
con una hermosa apariencia y una vida desdichada.”
Desde mi más tierna infancia me mostraron la belleza
de la isla, las hojas verdes inamovibles aunque hiciera la más fiera de las
brisas. Cada día, cada mes, cada año que pasaba entre aquellas murallas
naturales veía lo mismo: personas sin aspiraciones, sin inquietudes vitales o
intelectuales, personas… que sencillamente dejaban de serlo para transformarse en
los espíritus de los que hablaba la leyenda. Espíritus errantes que vagaban
siempre con la misma rutina, siempre diciendo y haciendo lo mismo y mirándote
del mismo modo que cuando te vieron atravesar el túnel del tiempo.
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