lunes, 21 de marzo de 2016

El baúl de la fotografía: en blanco y negro

(Sólo una persona conoce la clave... el resto, abstenéos)

Vincent


I


         Intenta escribir la primera línea, las palabras no afloran de sus manos, piensa en el invierno de su abismo, en el de sus palabras, en el de sus emociones, cada vez más ajeno. Medita un instante, lo que tarda en encenderse un cigarrillo mientras escucha el canto de los pájaros dando la bienvenida al amanecer. Se hastía. Destroza la hoja: primero la parte por la mitad, luego por la mitad de la mitad y, finalmente, en un ataque de cólera destroza lo poco que queda del folio donde intentaba descansar su mente.

            Saca otra hoja. “Intentar”, piensa. Se detiene de nuevo, mira la hoja en blanco, la garabatea insatisfecho, resopla, se levanta el pelo húmedo de la frente y da otra calada al cigarrillo. Medita, nuevamente. Entonces, sin proponérselo, la tercera hoja ha caído sobre el viejo escritorio y tiembla. Las palabras resbalan mudas por sus mejillas. Contempla el ocaso, la nada, el infinito, la vida, la muerte, el amor, el desamor. El odio, ese profundo odio que había ido anidando en el fuero interno de su corazón, bajo un armazón metálico que lo cobijaba y, al mismo tiempo, lo alejaba, evitando que las otras emociones pudieran contaminarse. El ser humano tiene una curiosa forma de represión y de expresión. Por fin ha salido algo de tinta, algo inteligible, que plasma en el papel  algo que nace: incertidumbre.

            Se ve a sí mismo, tiempo atrás, rodeado de falsos seres queridos que no han acudido a su velatorio. El hombre carraspea, rojo de ira, frustrado, lleno de rabia y con los ojos acuosos y los tachones ilegibles de su escritura comienzan a cobrar sentido. “Nunca pensé que el demasiado tarde llegara demasiado pronto”, sentencia la hoja. La observa con curiosidad, como si fuera la primera vez que logra derribar el muro del odio que había ido cosechando en su soledad. De repente, las caras de aquellos allegados felices desaparecen y con ello las innumerables muestras de afecto ahora enturbiadas por la indiferencia, la falta de atención, de tacto y de interés. Entonces se ve en sus recuerdos, alejando a cada persona que decía estimarlo descubriendo que, en realidad, la estima no era tanta.

            La soledad hace acto de presencia, no es una compañera dulce pero, en ocasiones, se hace de rogar. Florece, como la primavera muerta de sus palabras. “Ella no te tiene presente”, piensa de nuevo y descarta este pensamiento respirando profundamente, dando una gran bocanada de aire al universo, vaciándose de sí para llenarse de su nueva esencia gélida, desconfiada y cínica. Sonríe entendiendo que acepta su soledad, su gelidez, su desconfianza y su cinismo, rechazando a las personas. Cuando Valeria le dijo “la vida es fácil, las personas son difíciles”, le azotó el pensamiento en el fondo del abismo como una ráfaga de lluvia que dirigiese contra su cara. Se maldijo por haber creído aquello. Se desmaldijo. Él quiso creerlo, ella no tuvo la culpa.

            No obstante, las otras personas de su lista de odio habían exprimido lo poco humano que le quedaba cuando se dio cuenta de lo poco que valían muchas personas. Quiere creer que existe alguien que valga la alegría y la pena, pero… ha visto tanta miseria que no le quedan ni fuerzas ni ganas para creer en ello. Se levanta de la mesa tras anotar las últimas palabras que intercambió con Valeria antes de que cogiera la guagua a San Antonio, negó con la cabeza, ya de pie y fue a por café.

            “La vida es dura y cuanto antes lo aceptes, mejor”, pensó para sí mismo. A sus cuarenta años de edad tenía la misma desilusión que un niño cuando ve por primera vez cómo es el mundo, cruel, egoísta, impasible… miró por la ventana tras un largo sorbo de café y la construcción sórdida de la humanidad frente a él sólo se lo confirmaba. Buscaba algo que lo desmintiera, quería creer. Cuando el mundo es un lugar tan frío sólo puedes arroparte a ti, ello implica que debes dejar a aquellas personas con sus falsas muestras de preocupación y cariño aparte, viajar a la deriva en su propio barco. Eso implica, también, que ha de dejar de ser el ancla que los soporta y ayuda a estar cerca del muelle, a salvo del peligro. Cuando el cigarrillo se consumió encendió otro y se lo fumó como si absorbiera el elixir de la vida por unos instantes, como si aquella calada, aquel humo caduco y venenoso que se corría por sus pulmones fuera a reconfortarle… y en cierto modo, lo hacía.

            El día empezaba a clarear, el crepúsculo despuntaba amenazador como su promesa contra las montañas, contra los habitantes, contra las piedras… contra el mundo. Frunció el entrecejo y se metió dos pastillas con café por la garganta. Ya era la hora. Subió al taburete y agarró el lazo con las manos, miró su hoja semiblanca-semiescrita y colocó a sus fantasmas dentro. Los quejidos se escuchaban por toda la casa como almas suspendidas en el dolor del infierno, vagando eternamente entre llantos de cadenas. Cogió los amores, los buenos recuerdos, las fotos en blanco y negro y las metió en el lazo. Con todo el odio posible, mientras lo acortaba, apareció ella en el espejo, sus recuerdos reflejados pidiéndole vivir en su memoria aunque se contaminaran del odio, pero él no accedió. Los recuerdos le recordaban que cada mal o buen suceso que había tenido lugar en su vida, lo hablaba y que mediante la comunicación y la atención todo se solucionaba.

            Él, triste, apático, sin gran interés, sonrió de medio lado y giró la cabeza dos veces: “no” fue lo único que escapó de sus labios. Los recuerdos se iban deformando, las caras se derretían y los lugares cambiaban de sitio y de decoración. Una vez muertos los recuerdos tal y como los conocía se decidió a derribar la estúpida barricada que había construido dentro de su abismo para salvaguardar el resto de sentimientos, pero ya nada importaba, todo le daba igual, las horas de sueño, de orgasmo o de risas, de tristeza, de lágrimas o heridas… ya poco importaba todo aquello. Así que… ¿por qué no deshacerse de todos aquellos recuerdos en el que los dulces le hacían entristecer y los amargos le hacían encolerizar? ¿Por qué no rendirse a la apatía y vivir el resto en tranquilidad? ¿Por qué no empezar de nuevo… pero más fuerte? Antes de ir a trabajar sospechaba que no podría dar respuesta a aquellas preguntas, pero, siendo que el dolor era igual de insoportable sabiendo el porqué de las cosas que el por qué no… ¿Para qué preguntarse por qué?

            Salió de la habitación y abrió la puerta que daba a la calle. Llovía y hacía viento, como si Céfiro con él intentara apaciguar la lluvia de su alma, pero ya nada podía hacerlo. Estaba condenado a vivir para siempre en los inviernos de su memoria.

            Tras caminar durante cinco minutos absorto en el movimiento de las nubes, y contando con la suerte de que nadie le atropellara de camino al trabajo, llegó a la estación de tren. Allí compró un billete sólo de ida hacia el centro de la ciudad. Su único trabajo era documentar, escuchar secretos y venderlos a quienes mejor les viniera. Sin embargo, esta vez el trabajo era distinto, quería exorcizarse a sí mismo, exorcizar sus recuerdos, dejarlos irse de su alma y de su memoria, quería permitir la entrada al invierno de sus entrañas también en su cabeza y por completo.



 CONTINUARÁ.

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