(Sólo una persona conoce la clave... el resto, abstenéos)
Vincent
I
Intenta escribir la primera
línea, las palabras no afloran de sus manos, piensa en el invierno de su
abismo, en el de sus palabras, en el de sus emociones, cada vez más ajeno.
Medita un instante, lo que tarda en encenderse un cigarrillo mientras escucha el
canto de los pájaros dando la bienvenida al amanecer. Se hastía. Destroza la
hoja: primero la parte por la mitad, luego por la mitad de la mitad y,
finalmente, en un ataque de cólera destroza lo poco que queda del folio donde
intentaba descansar su mente.
Saca otra
hoja. “Intentar”, piensa. Se detiene de nuevo, mira la hoja en blanco, la
garabatea insatisfecho, resopla, se levanta el pelo húmedo de la frente y da
otra calada al cigarrillo. Medita, nuevamente. Entonces, sin proponérselo, la
tercera hoja ha caído sobre el viejo escritorio y tiembla. Las palabras
resbalan mudas por sus mejillas. Contempla el ocaso, la nada, el infinito, la
vida, la muerte, el amor, el desamor. El odio, ese profundo odio que había ido
anidando en el fuero interno de su corazón, bajo un armazón metálico que lo
cobijaba y, al mismo tiempo, lo alejaba, evitando que las otras emociones
pudieran contaminarse. El ser humano tiene una curiosa forma de represión y de
expresión. Por fin ha salido algo de tinta, algo inteligible, que plasma en el
papel algo que nace: incertidumbre.
Se ve a
sí mismo, tiempo atrás, rodeado de falsos seres queridos que no han acudido a
su velatorio. El hombre carraspea, rojo de ira, frustrado, lleno de rabia y con
los ojos acuosos y los tachones ilegibles de su escritura comienzan a cobrar
sentido. “Nunca pensé que el demasiado tarde llegara demasiado pronto”,
sentencia la hoja. La observa con curiosidad, como si fuera la primera vez que
logra derribar el muro del odio que había ido cosechando en su soledad. De
repente, las caras de aquellos allegados felices desaparecen y con ello las
innumerables muestras de afecto ahora enturbiadas por la indiferencia, la falta
de atención, de tacto y de interés. Entonces se ve en sus recuerdos, alejando a
cada persona que decía estimarlo descubriendo que, en realidad, la estima no
era tanta.
La
soledad hace acto de presencia, no es una compañera dulce pero, en ocasiones,
se hace de rogar. Florece, como la primavera muerta de sus palabras. “Ella no
te tiene presente”, piensa de nuevo y descarta este pensamiento respirando
profundamente, dando una gran bocanada de aire al universo, vaciándose de sí
para llenarse de su nueva esencia gélida, desconfiada y cínica. Sonríe
entendiendo que acepta su soledad, su gelidez, su desconfianza y su cinismo,
rechazando a las personas. Cuando Valeria le dijo “la vida es fácil, las
personas son difíciles”, le azotó el pensamiento en el fondo del abismo como
una ráfaga de lluvia que dirigiese contra su cara. Se maldijo por haber creído
aquello. Se desmaldijo. Él quiso creerlo, ella no tuvo la culpa.
No
obstante, las otras personas de su lista de odio habían exprimido lo poco
humano que le quedaba cuando se dio cuenta de lo poco que valían muchas
personas. Quiere creer que existe alguien que valga la alegría y la pena, pero…
ha visto tanta miseria que no le quedan ni fuerzas ni ganas para creer en ello.
Se levanta de la mesa tras anotar las últimas palabras que intercambió con
Valeria antes de que cogiera la guagua a San Antonio, negó con la cabeza, ya de
pie y fue a por café.
“La vida
es dura y cuanto antes lo aceptes, mejor”, pensó para sí mismo. A sus cuarenta
años de edad tenía la misma desilusión que un niño cuando ve por primera vez
cómo es el mundo, cruel, egoísta, impasible… miró por la ventana tras un largo
sorbo de café y la construcción sórdida de la humanidad frente a él sólo se lo
confirmaba. Buscaba algo que lo desmintiera, quería creer. Cuando el mundo es
un lugar tan frío sólo puedes arroparte a ti, ello implica que debes dejar a
aquellas personas con sus falsas muestras de preocupación y cariño aparte,
viajar a la deriva en su propio barco. Eso implica, también, que ha de dejar de
ser el ancla que los soporta y ayuda a estar cerca del muelle, a salvo del
peligro. Cuando el cigarrillo se consumió encendió otro y se lo fumó como si
absorbiera el elixir de la vida por unos instantes, como si aquella calada,
aquel humo caduco y venenoso que se corría por sus pulmones fuera a
reconfortarle… y en cierto modo, lo hacía.
El día
empezaba a clarear, el crepúsculo despuntaba amenazador como su promesa contra
las montañas, contra los habitantes, contra las piedras… contra el mundo.
Frunció el entrecejo y se metió dos pastillas con café por la garganta. Ya era
la hora. Subió al taburete y agarró el lazo con las manos, miró su hoja
semiblanca-semiescrita y colocó a sus fantasmas dentro. Los quejidos se
escuchaban por toda la casa como almas suspendidas en el dolor del infierno,
vagando eternamente entre llantos de cadenas. Cogió los amores, los buenos
recuerdos, las fotos en blanco y negro y las metió en el lazo. Con todo el odio
posible, mientras lo acortaba, apareció ella en el espejo, sus recuerdos
reflejados pidiéndole vivir en su memoria aunque se contaminaran del odio, pero
él no accedió. Los recuerdos le recordaban que cada mal o buen suceso que había
tenido lugar en su vida, lo hablaba y que mediante la comunicación y la
atención todo se solucionaba.
Él,
triste, apático, sin gran interés, sonrió de medio lado y giró la cabeza dos
veces: “no” fue lo único que escapó de sus labios. Los recuerdos se iban
deformando, las caras se derretían y los lugares cambiaban de sitio y de
decoración. Una vez muertos los recuerdos tal y como los conocía se decidió a
derribar la estúpida barricada que había construido dentro de su abismo para
salvaguardar el resto de sentimientos, pero ya nada importaba, todo le daba
igual, las horas de sueño, de orgasmo o de risas, de tristeza, de lágrimas o
heridas… ya poco importaba todo aquello. Así que… ¿por qué no deshacerse de
todos aquellos recuerdos en el que los dulces le hacían entristecer y los
amargos le hacían encolerizar? ¿Por qué no rendirse a la apatía y vivir el
resto en tranquilidad? ¿Por qué no empezar de nuevo… pero más fuerte? Antes de
ir a trabajar sospechaba que no podría dar respuesta a aquellas preguntas,
pero, siendo que el dolor era igual de insoportable sabiendo el porqué de las
cosas que el por qué no… ¿Para qué preguntarse por qué?
Salió de
la habitación y abrió la puerta que daba a la calle. Llovía y hacía viento,
como si Céfiro con él intentara apaciguar la lluvia de su alma, pero ya nada
podía hacerlo. Estaba condenado a vivir para siempre en los inviernos de su
memoria.
Tras
caminar durante cinco minutos absorto en el movimiento de las nubes, y contando
con la suerte de que nadie le atropellara de camino al trabajo, llegó a la
estación de tren. Allí compró un billete sólo de ida hacia el centro de la
ciudad. Su único trabajo era documentar, escuchar secretos y venderlos a quienes
mejor les viniera. Sin embargo, esta vez el trabajo era distinto, quería
exorcizarse a sí mismo, exorcizar sus recuerdos, dejarlos irse de su alma y de
su memoria, quería permitir la entrada al invierno de sus entrañas también en
su cabeza y por completo.
CONTINUARÁ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario