miércoles, 1 de octubre de 2014

"Entre sangre y petróleo" (Literatura Comprometida)

(Texto que tuvimos que presentar en el paseo, blog en el que colaboro)



Canarias. Año 2123

-¡Por fin hemos llegado! ¿Crees que seguirán buscándonos?
Me interrogué un momento al perder de vista a los guardias. Como era de esperar no habría nadie para responderme, pero, tal vez, hablar en voz alta era lo único que me hacía conservar la locura.
-Oh, queridos lectores, imagino que no sabréis a que me refiero… Permitidme empezar por el principio.
Canarias, el paraíso de los tóxicos. Antiguamente se decía que las islas afortunadas lo eran por sus hermosos paisajes, la benevolencia de sus climas, la amabilidad de sus gentes… Cien años después de todas estas leyendas sobre Canarias la realidad es muy distinta. Todo comenzó con unas prospecciones petrolíferas con las que el pueblo no estaba de acuerdo mientras los grandes caciques se limpiaban el culo con billetes de quinientos euros. Billetes que apenas sí han pasado por las manos de los trabajadores.
            Una vez instaladas estas máquinas de destrucción inminente el mundo cambió. Los políticos implantaron nuevas reformas educativas, adoctrinaron a niños y no tan niños para no pensar y no cuestionarse. Y amedrentaron a  jóvenes y mayores para obedecer sumisamente a los de arriba. Tal era la sumisión que si Soria, el mayor de los caciques nombrado así por aquel que vendió Canarias, decía “Bésame los pies” yo, Guirlo “cabeza de diamante” tenía que hacerlo. Tal era que además tenía que darle las gracias porque me dejara besar sus reales pies.
            Cuando llegamos a ese punto el gobierno creó unos seres que aparentemente eran iguales que nosotros, con la salvedad de que eran unos robots de mano mucho más fácil que los policías y corruptos que amenazaban a aquellos rebeldes que luchaban por su derecho a la libertad. Pero, ¿qué es la libertad? Bonita palabra. La libertad ahora es una leyenda, un fantasma, un mito. La libertad en el siglo XXII está vilmente cronometrada por las máquinas que controlan a la población. Tenemos un minuto para salir de las naves en las que trabajamos para respirar aire puro, aire puramente tóxico, negro, seco y denso. Petróleo en estado gaseoso.
Todos trabajábamos desde que aprendíamos a caminar en una fábrica de compuestos del petróleo para vendérselos a los hermosos países que nos habían condenado a esta miseria. Todos salvo mis padres, mis padres cuestionaron a uno de los robots de circuito fácil y sufrieron una paliza junto con el peor destino imaginado – o al menos el peor que nos venden -, el exilio. Mis padres fueron exiliados en unas tierras lejanas antaño conocidas como Escocia y jamás supe nada de ellos. Nosotros, los canarios que vivíamos en las petrolíferas no podíamos mantener relaciones sociales, nuestros iguales eran creados en un laboratorio biónico mientras los canarios humanos nos íbamos extinguiendo.  Esta realidad es abominable.  Pero un día me cansé, y secuestré uno de los animales que batía sus alas para deleite de Soria, Daniel “el cisne”, el único que se había avistado en Canarias en pleno movimiento migratorio y que el político mandó derribar para coleccionarlo entre fajos de billetes que se amontonaban a su alrededor. Daniel y yo nos hicimos amigos, yo le daba la poca comida que tenía y él con su pico la dividía y compartía para que ambos pudiéramos huir juntos, él con los cisnes de los que se había separado y yo con un nuevo destino por escribir.
El 25 de diciembre de 2123 me decidí a huir de Canarias, las callejuelas eran negras y la luz era apenas un cálido destello blanquecino. Añoraba los paisajes de antaño, esas tierras luminosas que me imaginaba cuando fantaseaba con el fatal destino del exilio. Los robots hacían un recuento a las doce de la noche, cada noche. Pero el recuento falló, y cuando falló la luz que apenas era un destello comenzó a brillar y emitir un alarmante sonido propio del holocausto. Daniel entró en pánico y empezó a altear y graznar mientras corríamos a la verja alambrada, intentando saltarla, pero un disparo atravesó al cisne desde la columna hasta el pequeño corazoncito y la sangre brotaba en un extraño tono de color gris que sólo contemplé un segundo antes de caer al otro lado del alambre de espinos que coronaba el muro. Corrí, corrí durante horas y cuando sentí que me quemaban los pies me metí en un denso y embravecido mar que me arrastraba mientras yo forcejeaba por llegar a la orilla.
-¡Por fin hemos llegado! ¿Crees que seguirán buscándonos?
Me interrogué un momento al perder de vista a los guardias. Como era de esperar no habría nadie para responderme, pero, tal vez, hablar en voz alta era lo único que me hacía conservar la locura. No sabía hacia dónde me había arrastrado el mar, este rincón era más luminoso que todas las islas Canarias juntas. A esta pequeña parcela de tierra no había llegado el petróleo, no como lo conocíamos nosotros, este retazo de tierra tenía vida… ¡La arboleda se alzaba majestuosa! ¡El arroyo corría totalmente cristalino! ¡Y el aire era tan puro que iba a morir asfixiado! Entonces recordé la muerte de Daniel, el exilio de mis padres, recordé cuánto había cambiado la vida desde las leyendas que se contaban de Canarias y al ver este paraíso mis ojos empezaron a cristalizarse, a recubrirse por una capa cristalina que jamás había conocido hasta la fecha. Este paisaje… ¡Esta ilusión! Era mágica, pero tarde o temprano me encontrarían y volvería a ser esclavizado. Quería ser un ser humano libre, uno que decidiera por sí mismo y la única decisión que me quedaba era la muerte. Me adentré en la espesura del bosque que se formaba a lo lejos de la orilla, me adentré en una cueva llena de oxidiana afilada y recogí un trozo. Volví a salir.
Las estrellas se arremolinaban en la oscuridad de la bóveda celeste y brillaban como si algo estuviese a punto de ocurrir. Escuchaba mil voces en mi cabeza, mil órdenes. “¡Póngase a trabajar! ¡Usted no es más que mano de obra! ¡Hasta una máquina puede hacer su trabajo! Ahora arrodíllese y béseme los pies.”
- ¡SOY LIBRE! – empecé a gritar frenético. - ¡SOY LIBRE! ¡SOY UN SER HUMANO LIBRE! – 

continuaba gritando extasiado. Sabía que esta libertad no duraría mucho así que me subí a la cumbre 


que más me acercase a las estrellas y besé la hierba fresca que era mecida por la brisa. – Soy libre. – 


murmuré y cogí la afilada oxidiana y me atravesé el pecho tantas veces como mi cuerpo lo resistió. 


Entonces, el arma cayó de mi mano y yo caí en la hierba, inerte, sangrante, consumido pero libre, por 


siempre libre.



Nely Macorix '14

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