(Texto que tuvimos que presentar en el paseo, blog en el que colaboro)
Canarias. Año 2123
-¡Por
fin hemos llegado! ¿Crees que seguirán buscándonos?
Me
interrogué un momento al perder de vista a los guardias. Como era de esperar no
habría nadie para responderme, pero, tal vez, hablar en voz alta era lo único
que me hacía conservar la locura.
-Oh,
queridos lectores, imagino que no sabréis a que me refiero… Permitidme empezar
por el principio.
Canarias,
el paraíso de los tóxicos. Antiguamente se decía que las islas afortunadas lo
eran por sus hermosos paisajes, la benevolencia de sus climas, la amabilidad de
sus gentes… Cien años después de todas estas leyendas sobre Canarias la
realidad es muy distinta. Todo comenzó con unas prospecciones petrolíferas con
las que el pueblo no estaba de acuerdo mientras los grandes caciques se limpiaban
el culo con billetes de quinientos euros. Billetes que apenas sí han pasado por
las manos de los trabajadores.
Una vez instaladas estas máquinas de
destrucción inminente el mundo cambió. Los políticos implantaron nuevas
reformas educativas, adoctrinaron a niños y no tan niños para no pensar y no
cuestionarse. Y amedrentaron a jóvenes y
mayores para obedecer sumisamente a los de arriba. Tal era la sumisión que si
Soria, el mayor de los caciques nombrado así por aquel que vendió Canarias,
decía “Bésame los pies” yo, Guirlo “cabeza de diamante” tenía que hacerlo. Tal
era que además tenía que darle las gracias porque me dejara besar sus reales
pies.
Cuando llegamos a ese punto el
gobierno creó unos seres que aparentemente eran iguales que nosotros, con la
salvedad de que eran unos robots de mano mucho más fácil que los policías y
corruptos que amenazaban a aquellos rebeldes que luchaban por su derecho a la
libertad. Pero, ¿qué es la libertad? Bonita palabra. La libertad ahora es una
leyenda, un fantasma, un mito. La libertad en el siglo XXII está vilmente
cronometrada por las máquinas que controlan a la población. Tenemos un minuto
para salir de las naves en las que trabajamos para respirar aire puro, aire
puramente tóxico, negro, seco y denso. Petróleo en estado gaseoso.
Todos
trabajábamos desde que aprendíamos a caminar en una fábrica de compuestos del
petróleo para vendérselos a los hermosos países que nos habían condenado a esta
miseria. Todos salvo mis padres, mis padres cuestionaron a uno de los robots de
circuito fácil y sufrieron una paliza junto con el peor destino imaginado – o
al menos el peor que nos venden -, el exilio. Mis padres fueron exiliados en
unas tierras lejanas antaño conocidas como Escocia
y jamás supe nada de ellos. Nosotros, los canarios que vivíamos en las
petrolíferas no podíamos mantener relaciones sociales, nuestros iguales eran
creados en un laboratorio biónico mientras los canarios humanos nos íbamos
extinguiendo. Esta realidad es
abominable. Pero un día me cansé, y
secuestré uno de los animales que batía sus alas para deleite de Soria, Daniel
“el cisne”, el único que se había avistado en Canarias en pleno movimiento
migratorio y que el político mandó derribar para coleccionarlo entre fajos de
billetes que se amontonaban a su alrededor. Daniel y yo nos hicimos amigos, yo
le daba la poca comida que tenía y él con su pico la dividía y compartía para
que ambos pudiéramos huir juntos, él con los cisnes de los que se había
separado y yo con un nuevo destino por escribir.
El
25 de diciembre de 2123 me decidí a huir de Canarias, las callejuelas eran
negras y la luz era apenas un cálido destello blanquecino. Añoraba los paisajes
de antaño, esas tierras luminosas que me imaginaba cuando fantaseaba con el
fatal destino del exilio. Los robots hacían un recuento a las doce de la noche,
cada noche. Pero el recuento falló, y cuando falló la luz que apenas era un
destello comenzó a brillar y emitir un alarmante sonido propio del holocausto. Daniel
entró en pánico y empezó a altear y graznar mientras corríamos a la verja
alambrada, intentando saltarla, pero un disparo atravesó al cisne desde la
columna hasta el pequeño corazoncito y la sangre brotaba en un extraño tono de
color gris que sólo contemplé un segundo antes de caer al otro lado del alambre
de espinos que coronaba el muro. Corrí, corrí durante horas y cuando sentí que
me quemaban los pies me metí en un denso y embravecido mar que me arrastraba
mientras yo forcejeaba por llegar a la orilla.
-¡Por
fin hemos llegado! ¿Crees que seguirán buscándonos?
Me
interrogué un momento al perder de vista a los guardias. Como era de esperar no
habría nadie para responderme, pero, tal vez, hablar en voz alta era lo único
que me hacía conservar la locura. No sabía hacia dónde me había arrastrado el
mar, este rincón era más luminoso que todas las islas Canarias juntas. A esta
pequeña parcela de tierra no había llegado el petróleo, no como lo conocíamos
nosotros, este retazo de tierra tenía vida… ¡La arboleda se alzaba majestuosa!
¡El arroyo corría totalmente cristalino! ¡Y el aire era tan puro que iba a
morir asfixiado! Entonces recordé la muerte de Daniel, el exilio de mis padres,
recordé cuánto había cambiado la vida desde las leyendas que se contaban de
Canarias y al ver este paraíso mis ojos empezaron a cristalizarse, a recubrirse
por una capa cristalina que jamás había conocido hasta la fecha. Este paisaje…
¡Esta ilusión! Era mágica, pero tarde o temprano me encontrarían y volvería a
ser esclavizado. Quería ser un ser humano libre, uno que decidiera por sí mismo
y la única decisión que me quedaba era la muerte. Me adentré en la espesura del
bosque que se formaba a lo lejos de la orilla, me adentré en una cueva llena de
oxidiana afilada y recogí un trozo. Volví a salir.
Las
estrellas se arremolinaban en la oscuridad de la bóveda celeste y brillaban
como si algo estuviese a punto de ocurrir. Escuchaba mil voces en mi cabeza,
mil órdenes. “¡Póngase a trabajar! ¡Usted no es más que mano de obra! ¡Hasta
una máquina puede hacer su trabajo! Ahora arrodíllese y béseme los pies.”
- ¡SOY LIBRE! – empecé a
gritar frenético. - ¡SOY LIBRE! ¡SOY UN SER HUMANO LIBRE! – continuaba gritando extasiado. Sabía que esta libertad no duraría mucho así que me subí a la cumbre
que más me acercase a las estrellas y besé la hierba fresca que era mecida por la brisa. – Soy libre. –
murmuré y cogí la afilada oxidiana y me atravesé el pecho tantas veces como mi cuerpo lo resistió.
Entonces, el arma cayó de mi mano y yo caí en la hierba, inerte, sangrante, consumido pero libre, por
siempre libre.
Nely Macorix '14
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